Hoy han endurecido el toque de queda en la zona centro, de manera que los pocos habitantes que aún quedamos en el perímetro de las Four Avenues debemos volver a nuestras casas antes de las seis y media de la tarde. Hoy ha sido, por tanto, un buen día para recapitular, reflexionar y tratar de resumir en poco espacio lo que he percibido estos días.
No voy ha referirme aquí a la valentía de los neozelandeses, pues no les pertenece. El altruismo, la generosidad y la solidaridad que se ha desplegado tras el terremoto es demasiado grande como para confinarse dentro de los estrechos conceptos de nación, estado o patria. La entereza que los habitantes de Christchurch han demostrado y siguen demostrando es patrimonio de la especie humana, pues mana de lo más profundo del ser y todos nosotros, por tanto, debemos sentirnos orgullosos y parte de lo que está pasando en esta pequeña ciudad de las antípodas.
Tampoco voy a apelar a vuestra compasión, pues tal sentimiento resulta trivial (o al menos inapropiado) ante la complejidad de fenómenos, visibles o invisibles pero todos aprehensibles, que se están desarrollando conexa y simultáneamente. Desde luego ha habido muchos muertos y heridos; familias enteras han perdido sus casas, posesiones y puestos de trabajo y, en general, reina aquí un letargo letal compuesto de miedo, incertidumbre y espera a partes iguales. Sin embargo, considero que sería injustificado reducir el desastre a las diversas y truculentas tragedias personales que llenan las páginas de los periódicos nacionales. Por supuesto, todos lamentamos que un amante del futbol (soccer-lover) haya perdido una pierna (portada del día), pero centrándonos únicamente en este tipo de dramas estamos desperdiciando la posibilidad de contemplar en su integridad las inusuales capacidades que afloran en una comunidad en condiciones extremas. El hecho de que la empatía y la solidaridad espontánea, y no el pillaje o el crimen impune, haya sido lo primero en manifestarse constituye la certeza de que, en última instancia, debemos tener mejor opinión de nosotros mismos. Eso, y no la faceta trágica, es el aspecto más sobresaliente de este y de todos los desastres.
Finalmente, Tampoco voy ha realizar aquí un panegírico de la ciudad de Christchurch, de lo bonito de sus parques y calles, lo divertido de sus noches, la simpatía de sus habitantes y, en general, lo a gusto que se estaba aquí. Estos manidos detalles, aunque completamente ciertos, pueden encontrarse en cualquier guía turística, pero aquí, tras el terremoto, sonarían a epitafio. Un epitafio a todas luces inapropiado para una ciudad que ha desplegado una vitalidad genuina que poco tiene que ver con el anodino caos, que algunos equiparan a dinamismo, de las grandes urbes. Lo que hace digna de aprecio a esta ciudad no es la tragedia que ha vivido, de la misma manera que sus habitantes no son ahora más heroicos de lo que lo eran un minuto antes del terremoto. No queda pues espacio para la nostalgia, que es por definición un sentimiento estático y nocivo, tan solo hay lugar para a la callada admiración por el presente y el futuro de esta pequeña pero significativa parte del mundo.
Así pues, ¿de que vamos a hablar hoy?
Pues, sencillamente vamos a recapitular y presentar lo que ha sucedido en estos días como si de una crónica se tratara, siempre desde el punto de vista de quién lo ha vivido.
¿Por qué?
Porqué seguramente este domingo coja un vuelo a Auckland y pierda cualquier contacto con esta ciudad. Porqué hoy la programación de la televisión ha vuelto ha ser extremadamente variada y donde ayer sólo había imágenes del desastre hoy vuelve a haber series cómicas y realities de gente obesa siendo torturada por entrenadores vigoréxicos y presentadoras anoréxicas. Porqué si no lo hago hoy es posible que mañana se me haya olvidado lo que pasó aquí (la mente humana y la parrilla de los medios de comunicación tienen curiosos paralelismos).
Así, el martes 22 de febrero poco antes de la una de la tarde un temblor intenso y prolongado sacude el suelo de arriba abajo y de un lado a otro (esa era mi percepción). Un terremoto de 6.3 en la escala de Richter con su epicentro a escasos 10 Km. sur de la ciudad y unos 5 Km. de profundidad, exactamente bajo la localidad de a Lyteltton, un pueblecito portuario con aires franceses situado en la península de Banks.
Es difícil explicar la sensación que se siente ante un fenómeno tan grande como es un terremoto. Primero se oye un rumor seco, vacío, sordo y vibrante que aumenta progresivamente hasta convertirse en un ruido atronador que surge de las entrañas de la tierra mientras el suelo se convulsiona haciendo casi imposible cualquier intento de correr o desplazarse. Pese a ello mentiría si dijera que es tan aterrador como pueda parecer. Una vez que uno se acostumbra a las réplicas, estas se viven con una mezcla variable y desigual de emoción, temor y hastío en función de la magnitud de cada movimiento sísmico. Si bien el primer día después del terremoto cada pequeña réplica iba acompañada de una carrera al jardín o a la calle, ahora mismo ni siquiera nos molestamos en levantar la mirada.
Volviendo por tanto al momento del terremoto, una vez que este hubo acabado salimos corriendo al jardín y, en plena euforia, fuimos corriendo hasta cerca del centro de la ciudad, a escasos 600 metros de nuestra casa. Es una sensación extraña la de ver reducidos a escombros repentinamente los edificios que tan familiares me eran. Poco antes de llegar al centro nos detuvimos. Los inmuebles a ambos lados de la calle parecían haber vomitado sus fachadas sobre el asfalto dejando a la vista la intimidad de su interior. Asimismo, el aire resultaba irrespirable por ser una mezcla de gas, cemento y polvo, por lo que no nos atrevimos a salvar la corta distancia que nos separaba de la catedral. Tres detalles patéticos pueden ilustrar el momento: un anciano llorando en la esquina de Worcester con Manchester repitiendo “the cathedral, the cathedral”; Un profesor asiático fuera de si gritando por un teléfono móvil “but they are inside!” y un perro gimiendo y corriendo sin rumbo como una bala calle abajo. Como es habitual en estos casos ya circulan numerosos rumores acerca del comportamiento animal estos días. Desde el extraño vuelo de los patos antes de la fuerte réplica de esta mañana, hasta la desaparición de las hormigas (ahora mismo una legión de ellas están dando cuenta de mi cocacola, así que estoy bastante tranquilo). Asimismo, Esta tarde uno de mis compañeros de piso me ha contado que poco antes del seísmo, un perro atacó a su dueña y a sus dos hijos dentro del coche y que tuvo que ser abatido por la policía.
En todo caso, y a pesar del dramatismo del momento, yo estaba bastante tranquilo. El gran terremoto de septiembre, siendo mucho mayor, se había saldado sin victimas mortales (aunque también es cierto que se produjo a las cuatro de la mañana, y no en hora punta). Tras encontrarme con unos amigos de la academia volvimos a casa a ver la noticia. La cosa adquiría progresivamente matices dramáticos. El campanario de la Catedral se había derrumbado, así como numerosas oficinas y hoteles del centro, por lo que la posibilidad de que se repitiera la buena suerte del terremoto de septiembre se iba haciendo cada vez más remota. Por otra parte los aftershocks (las réplicas) eran y han sido constantes, si bien en los últimos días nos hemos acostumbrado a ellos.
Desde un primer momento se habló de centenares de desaparecidos, dándose además la circunstancia de que esta semana se estaba celebrando en Christchurch una exposición floral dentro de la catedral, por lo que presumiblemente había mucha gente dentro del templo cuando este se derrumbó. La situación de incertidumbre me recordó un poco al clima de Madrid la mañana del 11 M, pero con menos rabia y más impotencia que aquel día debido al origen diametralmente opuesto de sendas tragedias.
Al cabo de unas horas, el Primer Ministro John Key, que se había trasladado a esta ciudad, dio un discurso por televisión del que recuerdo una frase especialmente emotiva: “Christchurch, this is not your test, this is New Zealand's test and I promise we will meet this test” (cuyo profundo significado debe entenderse a la luz del intenso régimen localista que prima en el sistema político kiwi). Al margen de que este sea año de elecciones y otras consideraciones mezquinas, debo reconocer que la frase y el discurso entero, extremadamente breve, supuso para mi la toma de conciencia de que había pasado algo realmente grave.
A partir de ese momento se desplegó plenamente toda la maquinaria del Estado. Era cómo un hormiguero en pie de guerra; cómo si un organismo vivo estuviera siendo atacado y respondiera a ese ataque con todas las fuerzas disponible. El cielo empezó a llenarse de helicópteros de todas las instituciones de defensa civil mientras, en tierra, bomberos, policía y ejército tomaban las calles y establecían rápidamente un perímetro de seguridad poniendo fin al espontáneo (des)orden de los primeros momentos. Por su parte la tierra respondía impasible con frecuentes réplicas sísmicas que paralizaban por segundos toda actividad y obligaban a contener el aliento. También desde el suelo varias columnas de humo emergían de diversos puntos de la ciudad tiñendo de negro el cielo nublado y ,en medio de todo este caos, el hotel Chancellor, que es el edificio más alto de la ciudad, se erguía (y yergue), malherido, con una de sus fachadas doblada sobre si misma.
Precisamente lo extraordinario del momento no era sino reflejo de que la situación había trascendido de la emergencia a la fatalidad. La vida civil y económica de Christchurch quedó completamente suspendida (hasta el momento) y en la televisión la frase death toll rises X iba cuantificando regularmente la magnitud real del desastre. A día de hoy la cifra de muertos asciende a unos 130 más 200 desaparecidos. También Hoy mismo me he enterado que uno de mis vecinos murió esta mañana en el hospital como resultado de lesiones graves en su puesto de trabajo durante el terremoto. Desde la tarde del martes las calles del centro, donde vivo, han sido tomadas por las Fuerzas Armadas y la Policía e incluso ahora, a las tres de la mañana, se oyen pasar tanquetas militares por las calles (lo que, por cierto, tiene bastante mosca un uruguayo y un chileno que se han refugiado en nuestra casa).
Pese a este impresionante despliegue de fuerzas de seguridad, debo admitir que la atención a la población civil ha sido insuficiente. Debemos tener en cuenta que durante los dos días que siguieron al terremoto pocas casas tenían luz o gas y ninguna agua corriente, a lo que hay que sumar que todas las tiendas están cerradas y es imposible proveerse de nada esencial. En este sentid, a menudo ha sido la propia sociedad civil la que se ha prestado apoyo a sí misma, de forma admirable aunque, por supuesto, mucho menos eficiente que si esta ayuda hubiese procedido enteramente de los organismos públicos. Aunque se ha declarado el estado de emergencia nacional (lo que pone a disposición del Estado todos los recursos necesarios para afrontar la crisis) los puntos de agua potable son escasos y distantes del centro de la ciudad, no hay forma alguna de conseguir alimentos y los centros de acogida son reducidos (generalmente escuelas públicas, que son también escasas) y es difícil localizarlos.
Al parecer, las autoridades han centrado sus esfuerzos en reestablecer los suministros domésticos esenciales lo antes posible, lo que consiguieron ayer por la tarde con la puesta en marcha del sistema de agua. Otro de los objetivos ha sido el de facilitar la salida de la ciudad a aquellas personas que deseen abandonarla. A tal efecto se han habilitado vuelos muy económicos entre Christchurch y Auckland estableciendo un auténtico puente aéreo con más de treinta vuelos al día (si bien están prácticamente todos llenos hasta la semana que viene). La otra alternativa es el transporte por carretera, con algunas dificultades ya que muchas gasolineras de la ciudad permanecen cerradas y las otras han aumentado el precio del combustible.
Así, la situación actual es bastante incierta. Si bien contamos con agua corriente y electricidad son pocas las tiendas que han abierto sus puertas al público y la ciudad está cada vez más desabastecida. Las noticias son escasa y aunque en los primeros momentos se anunció que el centro de la ciudad volvería a ser transitable en tres días, los daños estructurales en la mayoría de edificios se han revelado lo suficientemente graves como para que ese plazo inicial se dilate a semanas y meses.
Es por tanto difícil preveer cuándo se volverá a una relativa normalidad y, asimismo, las constantes réplicas de día y de noche no hacen sino dar carácter de provisionalidad a cualquier opción de futuro. Mientras, tanto cada día que pasa, mengua el número de desaparecidos, y pasan a engrosar la lista de los muertos, los últimos confirmados esta misma tarde entre las ruinas de la catedral.
En todo caso la situación es bastante extraña. A falta de planes a largo plazo, el automatismo más absoluto rige la situación: los obreros trabajan, las máquinas desescombran, los bomberos buscan supervivientes y la policía y el ejército patrullan por las calles. Los servicios públicos básicos, a excepción de la sanidad/emergencias, siguen suspendidos, no hay clases ni ninguna forma de transporte público ya que la central de autobuses (único medio de transporte público en esta ciudad) estaba en el centro del casco urbano y, por lo tanto, no sabemos si los autobuses han quedado dañados por el terremoto o simplemente están inmovilizados.
Por mi parte, me siento como en una sala de espera que se va vaciando rápidamente. De los diez compañeros de piso originales actualmente sólo quedamos tres. la mayoría se han trasladado a Auckland o han escapado a otras localidades de la isla sur como Queenstown, Dunedin o Nelson a la espera de que la situación mejore en Christchurch. La parte positiva de su deserción es que han dejado tras de sí toda la comida de la que disponían, legándonos así unas reservas considerables para las dos o tres próximas semanas (bueno, quizás sólo una si nos seguimos pegando los banquetes de hasta ahora). Además nos hemos quedado prácticamente sin vecinos, cuyas casas quedaron seriamente dañadas por el terremoto, aunque todavía no he decidido si esto es bueno o malo. Hoy se han realizado una serie de inspecciones técnicas de edificios en nuestra calle y los arquitectos municipales nos han certificado que nuestra casa está en perfecto estado y que aguantará cualquier terremoto o réplica, por lo que estamos bastante más tranquilos.
En todo caso, no sólo no lamento haber venido a esta ciudad sino que además agradezco inmensamente, a la instancia correspondiente en estos casos, la oportunidad de haber vivido una situación como esta desde la comodidad que brinda el estatus de visitante temporal.
Y ahora, las cuatro fotos de hoy: De visita en casa de los vecinos!!