viernes, 25 de febrero de 2011

RECAPITULANDO

Hoy han endurecido el toque de queda en la zona centro, de manera que los pocos habitantes que aún quedamos en el perímetro de las Four Avenues debemos volver a nuestras casas antes de las seis y media de la tarde. Hoy ha sido, por tanto, un buen día para recapitular, reflexionar y tratar de resumir en poco espacio lo que he percibido estos días.

No voy ha referirme aquí a la valentía de los neozelandeses, pues no les pertenece. El altruismo, la generosidad y la solidaridad que se ha desplegado tras el terremoto es demasiado grande como para confinarse dentro de los estrechos conceptos de nación, estado o patria. La entereza que los habitantes de Christchurch han demostrado y siguen demostrando es patrimonio de la especie humana, pues mana de lo más profundo del ser y todos nosotros, por tanto, debemos sentirnos orgullosos y parte de lo que está pasando en esta pequeña ciudad de las antípodas.

Tampoco voy a apelar a vuestra compasión, pues tal sentimiento resulta trivial (o al menos inapropiado) ante la complejidad de fenómenos, visibles o invisibles pero todos aprehensibles, que se están desarrollando conexa y simultáneamente. Desde luego ha habido muchos muertos y heridos; familias enteras han perdido sus casas, posesiones y puestos de trabajo y, en general, reina aquí un letargo letal compuesto de miedo, incertidumbre y espera a partes iguales. Sin embargo, considero que sería injustificado reducir el desastre a las diversas y truculentas tragedias personales que llenan las páginas de los periódicos nacionales. Por supuesto, todos lamentamos que un amante del futbol (soccer-lover) haya perdido una pierna (portada del día), pero centrándonos únicamente en este tipo de dramas estamos desperdiciando la posibilidad de contemplar en su integridad las inusuales capacidades que afloran en una comunidad en condiciones extremas. El hecho de que la empatía y la solidaridad espontánea, y no el pillaje o el crimen impune, haya sido lo primero en manifestarse constituye la certeza de que, en última instancia, debemos tener mejor opinión de nosotros mismos. Eso, y no la faceta trágica, es el aspecto más sobresaliente de este y de todos los desastres.

Finalmente, Tampoco voy ha realizar aquí un panegírico de la ciudad de Christchurch, de lo bonito de sus parques y calles, lo divertido de sus noches, la simpatía de sus habitantes y, en general, lo a gusto que se estaba aquí. Estos manidos detalles, aunque completamente ciertos, pueden encontrarse en cualquier guía turística, pero aquí, tras el terremoto, sonarían a epitafio. Un epitafio a todas luces inapropiado para una ciudad que ha desplegado una vitalidad genuina que poco tiene que ver con el anodino caos, que algunos equiparan a dinamismo, de las grandes urbes. Lo que hace digna de aprecio a esta ciudad no es la tragedia que ha vivido, de la misma manera que sus habitantes no son ahora más heroicos de lo que lo eran un minuto antes del terremoto. No queda pues espacio para la nostalgia, que es por definición un sentimiento estático y nocivo, tan solo hay lugar para a la callada admiración por el presente y el futuro de esta pequeña pero significativa parte del mundo.

Así pues, ¿de que vamos a hablar hoy?

Pues, sencillamente vamos a recapitular y presentar lo que ha sucedido en estos días como si de una crónica se tratara, siempre desde el punto de vista de quién lo ha vivido.

¿Por qué?

Porqué seguramente este domingo coja un vuelo a Auckland y pierda cualquier contacto con esta ciudad. Porqué hoy la programación de la televisión ha vuelto ha ser extremadamente variada y donde ayer sólo había imágenes del desastre hoy vuelve a haber series cómicas y realities de gente obesa siendo torturada por entrenadores vigoréxicos y presentadoras anoréxicas. Porqué si no lo hago hoy es posible que mañana se me haya olvidado lo que pasó aquí (la mente humana y la parrilla de los medios de comunicación tienen curiosos paralelismos).

Así, el martes 22 de febrero poco antes de la una de la tarde un temblor intenso y prolongado sacude el suelo de arriba abajo y de un lado a otro (esa era mi percepción). Un terremoto de 6.3 en la escala de Richter con su epicentro a escasos 10 Km. sur de la ciudad y unos 5 Km. de profundidad, exactamente bajo la localidad de a Lyteltton, un pueblecito portuario con aires franceses situado en la península de Banks.

Es difícil explicar la sensación que se siente ante un fenómeno tan grande como es un terremoto. Primero se oye un rumor seco, vacío, sordo y vibrante que aumenta progresivamente hasta convertirse en un ruido atronador que surge de las entrañas de la tierra mientras el suelo se convulsiona haciendo casi imposible cualquier intento de correr o desplazarse. Pese a ello mentiría si dijera que es tan aterrador como pueda parecer. Una vez que uno se acostumbra a las réplicas, estas se viven con una mezcla variable y desigual de emoción, temor y hastío en función de la magnitud de cada movimiento sísmico. Si bien el primer día después del terremoto cada pequeña réplica iba acompañada de una carrera al jardín o a la calle, ahora mismo ni siquiera nos molestamos en levantar la mirada.

Volviendo por tanto al momento del terremoto, una vez que este hubo acabado salimos corriendo al jardín y, en plena euforia, fuimos corriendo hasta cerca del centro de la ciudad, a escasos 600 metros de nuestra casa. Es una sensación extraña la de ver reducidos a escombros repentinamente los edificios que tan familiares me eran. Poco antes de llegar al centro nos detuvimos. Los inmuebles a ambos lados de la calle parecían haber vomitado sus fachadas sobre el asfalto dejando a la vista la intimidad de su interior. Asimismo, el aire resultaba irrespirable por ser una mezcla de gas, cemento y polvo, por lo que no nos atrevimos a salvar la corta distancia que nos separaba de la catedral. Tres detalles patéticos pueden ilustrar el momento: un anciano llorando en la esquina de Worcester con Manchester repitiendo “the cathedral, the cathedral”; Un profesor asiático fuera de si gritando por un teléfono móvil “but they are inside!” y un perro gimiendo y corriendo sin rumbo como una bala calle abajo. Como es habitual en estos casos ya circulan numerosos rumores acerca del comportamiento animal estos días. Desde el extraño vuelo de los patos antes de la fuerte réplica de esta mañana, hasta la desaparición de las hormigas (ahora mismo una legión de ellas están dando cuenta de mi cocacola, así que estoy bastante tranquilo). Asimismo, Esta tarde uno de mis compañeros de piso me ha contado que poco antes del seísmo, un perro atacó a su dueña y a sus dos hijos dentro del coche y que tuvo que ser abatido por la policía.

En todo caso, y a pesar del dramatismo del momento, yo estaba bastante tranquilo. El gran terremoto de septiembre, siendo mucho mayor, se había saldado sin victimas mortales (aunque también es cierto que se produjo a las cuatro de la mañana, y no en hora punta). Tras encontrarme con unos amigos de la academia volvimos a casa a ver la noticia. La cosa adquiría progresivamente matices dramáticos. El campanario de la Catedral se había derrumbado, así como numerosas oficinas y hoteles del centro, por lo que la posibilidad de que se repitiera la buena suerte del terremoto de septiembre se iba haciendo cada vez más remota. Por otra parte los aftershocks (las réplicas) eran y han sido constantes, si bien en los últimos días nos hemos acostumbrado a ellos.

Desde un primer momento se habló de centenares de desaparecidos, dándose además la circunstancia de que esta semana se estaba celebrando en Christchurch una exposición floral dentro de la catedral, por lo que presumiblemente había mucha gente dentro del templo cuando este se derrumbó. La situación de incertidumbre me recordó un poco al clima de Madrid la mañana del 11 M, pero con menos rabia y más impotencia que aquel día debido al origen diametralmente opuesto de sendas tragedias.

Al cabo de unas horas, el Primer Ministro John Key, que se había trasladado a esta ciudad, dio un discurso por televisión del que recuerdo una frase especialmente emotiva: “Christchurch, this is not your test, this is New Zealand's test and I promise we will meet this test” (cuyo profundo significado debe entenderse a la luz del intenso régimen localista que prima en el sistema político kiwi). Al margen de que este sea año de elecciones y otras consideraciones mezquinas, debo reconocer que la frase y el discurso entero, extremadamente breve, supuso para mi la toma de conciencia de que había pasado algo realmente grave.

A partir de ese momento se desplegó plenamente toda la maquinaria del Estado. Era cómo un hormiguero en pie de guerra; cómo si un organismo vivo estuviera siendo atacado y respondiera a ese ataque con todas las fuerzas disponible. El cielo empezó a llenarse de helicópteros de todas las instituciones de defensa civil mientras, en tierra, bomberos, policía y ejército tomaban las calles y establecían rápidamente un perímetro de seguridad poniendo fin al espontáneo (des)orden de los primeros momentos. Por su parte la tierra respondía impasible con frecuentes réplicas sísmicas que paralizaban por segundos toda actividad y obligaban a contener el aliento. También desde el suelo varias columnas de humo emergían de diversos puntos de la ciudad tiñendo de negro el cielo nublado y ,en medio de todo este caos, el hotel Chancellor, que es el edificio más alto de la ciudad, se erguía (y yergue), malherido, con una de sus fachadas doblada sobre si misma.

Precisamente lo extraordinario del momento no era sino reflejo de que la situación había trascendido de la emergencia a la fatalidad. La vida civil y económica de Christchurch quedó completamente suspendida (hasta el momento) y en la televisión la frase death toll rises X iba cuantificando regularmente la magnitud real del desastre. A día de hoy la cifra de muertos asciende a unos 130 más 200 desaparecidos. También Hoy mismo me he enterado que uno de mis vecinos murió esta mañana en el hospital como resultado de lesiones graves en su puesto de trabajo durante el terremoto. Desde la tarde del martes las calles del centro, donde vivo, han sido tomadas por las Fuerzas Armadas y la Policía e incluso ahora, a las tres de la mañana, se oyen pasar tanquetas militares por las calles (lo que, por cierto, tiene bastante mosca un uruguayo y un chileno que se han refugiado en nuestra casa).

Pese a este impresionante despliegue de fuerzas de seguridad, debo admitir que la atención a la población civil ha sido insuficiente. Debemos tener en cuenta que durante los dos días que siguieron al terremoto pocas casas tenían luz o gas y ninguna agua corriente, a lo que hay que sumar que todas las tiendas están cerradas y es imposible proveerse de nada esencial. En este sentid, a menudo ha sido la propia sociedad civil la que se ha prestado apoyo a sí misma, de forma admirable aunque, por supuesto, mucho menos eficiente que si esta ayuda hubiese procedido enteramente de los organismos públicos. Aunque se ha declarado el estado de emergencia nacional (lo que pone a disposición del Estado todos los recursos necesarios para afrontar la crisis) los puntos de agua potable son escasos y distantes del centro de la ciudad, no hay forma alguna de conseguir alimentos y los centros de acogida son reducidos (generalmente escuelas públicas, que son también escasas) y es difícil localizarlos.

Al parecer, las autoridades han centrado sus esfuerzos en reestablecer los suministros domésticos esenciales lo antes posible, lo que consiguieron ayer por la tarde con la puesta en marcha del sistema de agua. Otro de los objetivos ha sido el de facilitar la salida de la ciudad a aquellas personas que deseen abandonarla. A tal efecto se han habilitado vuelos muy económicos entre Christchurch y Auckland estableciendo un auténtico puente aéreo con más de treinta vuelos al día (si bien están prácticamente todos llenos hasta la semana que viene). La otra alternativa es el transporte por carretera, con algunas dificultades ya que muchas gasolineras de la ciudad permanecen cerradas y las otras han aumentado el precio del combustible.

Así, la situación actual es bastante incierta. Si bien contamos con agua corriente y electricidad son pocas las tiendas que han abierto sus puertas al público y la ciudad está cada vez más desabastecida. Las noticias son escasa y aunque en los primeros momentos se anunció que el centro de la ciudad volvería a ser transitable en tres días, los daños estructurales en la mayoría de edificios se han revelado lo suficientemente graves como para que ese plazo inicial se dilate a semanas y meses.

Es por tanto difícil preveer cuándo se volverá a una relativa normalidad y, asimismo, las constantes réplicas de día y de noche no hacen sino dar carácter de provisionalidad a cualquier opción de futuro. Mientras, tanto cada día que pasa, mengua el número de desaparecidos, y pasan a engrosar la lista de los muertos, los últimos confirmados esta misma tarde entre las ruinas de la catedral.

En todo caso la situación es bastante extraña. A falta de planes a largo plazo, el automatismo más absoluto rige la situación: los obreros trabajan, las máquinas desescombran, los bomberos buscan supervivientes y la policía y el ejército patrullan por las calles. Los servicios públicos básicos, a excepción de la sanidad/emergencias, siguen suspendidos, no hay clases ni ninguna forma de transporte público ya que la central de autobuses (único medio de transporte público en esta ciudad) estaba en el centro del casco urbano y, por lo tanto, no sabemos si los autobuses han quedado dañados por el terremoto o simplemente están inmovilizados.

Por mi parte, me siento como en una sala de espera que se va vaciando rápidamente. De los diez compañeros de piso originales actualmente sólo quedamos tres. la mayoría se han trasladado a Auckland o han escapado a otras localidades de la isla sur como Queenstown, Dunedin o Nelson a la espera de que la situación mejore en Christchurch. La parte positiva de su deserción es que han dejado tras de sí toda la comida de la que disponían, legándonos así unas reservas considerables para las dos o tres próximas semanas (bueno, quizás sólo una si nos seguimos pegando los banquetes de hasta ahora). Además nos hemos quedado prácticamente sin vecinos, cuyas casas quedaron seriamente dañadas por el terremoto, aunque todavía no he decidido si esto es bueno o malo. Hoy se han realizado una serie de inspecciones técnicas de edificios en nuestra calle y los arquitectos municipales nos han certificado que nuestra casa está en perfecto estado y que aguantará cualquier terremoto o réplica, por lo que estamos bastante más tranquilos.

En todo caso, no sólo no lamento haber venido a esta ciudad sino que además agradezco inmensamente, a la instancia correspondiente en estos casos, la oportunidad de haber vivido una situación como esta desde la comodidad que brinda el estatus de visitante temporal.


Y ahora, las cuatro fotos de hoy: De visita en casa de los vecinos!!





jueves, 24 de febrero de 2011

Tercer Día tras el Terremoto

A lo largo de la última noche las réplicas han sido constantes y, además, bastante fuertes. La diferencia es que nos hemos acostumbrado y ahora el balanceo de la cama durante la madrugada es hasta placentero. Mi casa aguanta perfectamente, por el momento, razón por la que tenemos un pequeño campo de refugiados en el salón: vecinos, amigos, amigos de amigos y hasta una pareja de maoríes que nadie había visto hasta ahora.

Por supuesto estos momentos son para compartir generosamente lo poco de lo que se dispone, siempre y cuando la contraparte haga uso de los recursos con responsabilidad, ya que esa es la forma de ser solidario con el que te está dando y con los que están en tu situación. Lamentablemente, esta mañana las reservas de agua de lluvia con la que contábamos había desaparecido porqué a un grupo de brasileños no se les ocurrió otra cosa que emplearla para cocinar platos como pasta, arroz, noodles, etc…

Lamentablemente me he visto sólo en mi cabreo, ya que mis compañeros de piso sensatos se han ido yendo estos días y, de los habitantes originales sólo quedamos un galés bipolar con problemas de dislexia, Bill, un coreano encantador que tiene hacinados en su habitación a no menos de diez compatriotas (tan encantadores como él, no han dado ningún problema) y yo. Digamos por tanto que el campo de refugiados ha degenerado en una comuna Cumbayá y anárquica, lo que en otras circunstancias podría ser una auténtica utopía, pero no cuando los recursos escasean por momentos. Por si el terremoto fuera poco para esta pobre ciudad, de las grietas del suelo parece haber emergido una extraña clase de animal aterrador al que me referiré más adelante: el superviviente.

En todo caso, esta mañana recibí por fin una transferencia bancaria de mis padres, eternamente agradecido, una suma de dinero considerable a la que no puedo acceder, pues apenas hay un cajero activo en toda la ciudad. Por si eso fuera poco, al ir a comprar mi billete de avión para Auckland, resulta que no hay plazas hasta el martes que viene e, incluso estas, desaparecen por segundos. La réplica de 4 puntos no me ayudó a mejorar mi humor y, encima, mis intentos por establecer un mínimo de orden en el racionamiento de comida fueron automáticamente vetados por la simbiosis Beach boys/ supervivientes que se había instalado en el salón. Si a eso le sumamos que llevamos sin agua desde el martes, es fácil comprender porqué decidí salir a dar una vuelta.

Caminando sin rumbo me di cuenta que la ciudad estaba un poco más derruida. Ello se debe, además de a las réplicas, a que estos dos últimos días ha estado lloviendo, por lo que muchos materiales han absorbido el agua haciéndose más pesados. En todo caso al llegar a un cementerio en ruinas de la calle Barbadoes, recordé que durante mis primeros días en la ciudad visité una tienda muy precaria, iluminada con un generador y regentada por al menos 4 generaciones de chinos muy simpáticos. Una hora y 2 réplicas después conseguí encontrar la tienda, abierta pero completamente desprovista a excepción de un pack de 18 cocacolas y un paquete de tabaco de liar.

Con animo de acaparador, compré los dos últimos artículos de la tienda a un precio exhorbitado (78 dólares que me duelen en el alma) y emprendí el regreso a mi casa. Por si no lo he dicho antes mi casa está en el perimetro de seguridad, dentro de las 4 avenues, y sólo los residentes podemos entrar en ella, ya que las calles están cortadas por el ejército, la policía y cuerpos de voluntarios. Al llegar a Barbadoes con Bealey av el control (esta vez de voluntarios) me preguntó que a donde iba con tanta cocacola, por lo que yo, poniendo cara de maitre de restaurante fino, le ofrecí compartir algunas. Me pidió una, le di dos, y el, a cambio y muy generosamente, me dio dos bolsas de patatas fritas, una botella de zumo y una chocolatina.

Saldado el trato seguí caminando hacia mi casa, cuando pensé que podría repetir la operación con otros controles de las calles adyacentes. Una hora y ocho latas menos contaba en mi haber con tres bolsas de nachos, chocolate, barritas energéticas, una taza de café y una botella de agua. Desgraciadamente no me las puedo dar de comerciante, ya que me limitaba a ofrecer casual y desinteresadamente la cocacola rezando para que me diesen algo a cambio (al fin y al cabo apenas tenía comida en casa).

Así, con once cocacolas menos (yo me había bebido una) y un botín que me recordaba a mi dieta habitual durante mi primer año de estudiante en Madrid, volví a mi comuna hippy. En este punto debo detenerme a presentar a ese animal que crece en los desastres naturales y emergencias civiles: el superviviente.

A lo largo del año, el superviviente es un animal que desfoga sus bajos instintos con lo que se ha dado en llamar deportes extremos. Rafting, Bunji jumping, paracaidismo y un largo etcétera. De constitución fuerte, el superviviente no va a la montaña a disfrutar de la naturaleza, va a vivir experiencias extremas equipado con lo último de la tienda de montañismo del polígono de su ciudad, el mejor arnés, las mejores botas, la tienda de campaña más liviana. El Superviviente lo es porqué, aunque haya vivido toda su vida en un pisito de la urbe y su contacto con la naturaleza se limita a paquetes de aventura de agencia de viajes en los lugares más inverosímiles, es por naturaleza experto en toda clase de desastres naturales. Da igual que sea un terremoto, un huracán o una erupción volcánica en el patio de atrás, el superviviente goza de un instinto y liderazgo atávico y fuera de lo normal que emerge en cualquier situación que lo requiera. Le gusta probar sus límites y considera una pérdida de tiempo los miles de años que median desde el Cromagnon hasta el hombre asalariado de la actualidad.

Pero lo que realmente define como tal al superviviente es que, cuando la ocasión es extrema y el peligro acecha a cada instante, él sabe exactamente que es lo que hay que hacer: cavar letrinas.

No digo que el saneamiento no sea algo imprescindible en la sociedad humana. Las primeras civilizaciones se caracterizaban entre otras cosas, por contar con sistemas complejos de irrigación y saneamiento. Pese a ello, espero que podais entenderme cuando al llegar a casa con mi botín, la sorpresa fue máxima al encontrarme a cuatro fornidos supervivientes descamisados (la tendencia nudista es también inherente a esta especie) destrozándome el jardín, cavando hoyos profundos con una excitación digna de un topo hiperactivo.

Después de poner a salvo parte de mis provisiones y guardar otra parte en mi mochila les pregunté que qué estaban haciendo. El ademán altivo de quien te esta salvando la vida me dijeron que estaban haciendo letrinas, cosa que les agradecí inmensamente ofreciéndoles, a cambio de mi no colaboración, cuatro de las cocacolas que aun me quedaban. Me guardé mucho de decirles que, tal y como me había indicado uno de los militares del control callejero, apenas dos manzanas más allá de nuestra casa, el servicio civil había habilitado una larga hilera de váteres químicos a disposición de los vecinos. El trabajo dignifica, y un superviviente ocioso es capaz de darse al canibalismo para probar sus límites.

Dejando a mis supervivientes construyendo un túnel directo Christchurch-La Coruña, cogí algunas de mis provisiones y me fui a ver a mis amigos de la academia, ya que nos habíamos dado cita en casa de Silvan, el francés. Allí, después de compartir una de las bolsas de nachos y mis últimas cocacolas. Nos detuvimos a considerar la situación. No había posibilidad de conseguir dinero, apenas había aviones y los que había o eran extraodinariamente caros o sencillamente, no salían hasta después de una semana. Por supuesto la situación de cada uno es diferente, y también las intenciones. El francés necesita trabajar, desgraciadamente es techador, por lo que tendrá que esperar mucho hasta poder desempeñar su oficio en esta ciudad. Los otros están mas o menos en mi misma situación, con la diferencia de que si bien o tengo que estar aquí tres meses más, a ellos apenas les queda uno, por lo que, a excepción del destino, todos estamos de acuerdo en la necesidad de largarnos cuanto antes de la ciudad.

Ello es prácticamente imposible: no hay trenes ni autobuses, las compañías de alquiler de coches o están destruidas, o cerradas o se han quedado sin coches que alquilar. Por otra parte, a cada hora, además de apestar más y más, la opción del avión se hace más difícil. En ese momento me acordé de Fernando, mi amigo brasileño que se mueve siempre con una tarjeta de crédito internacional y que había desaparecido el primer día del terremoto, ya que vivía muy lejos del centro, en una casa que se había quedado sin luz, electricidad, agua y, por supuesto, Internet (razón por la que estaba desesperado por salir de aquí)

Le llamé y, brevemente, le ofrecí el siguiente trato: si me adelantaba el dinero para el billete de avión (yo no puedo comprar con mi tarjeta de debito neozelandesa), yo (que tengo Internet) me encargaría de gestionar la compra de un billete para Auckland lo más barato y pronto posible. Fernando aceptó encantado y me dio sus datos de la tarjeta de crédito. Media hora después, había comprado dos pasajes para Auckland, para el domingo 27, por lo que podré retomar las clases el mismo lunes.

Nos quedamos a cenar en casa del francés, muy agradecido y a eso de las 8 y media de repente las cañerías de la casa empezaron a sonar. El agua había vuelto!! Tras una ducha rápida con agua fría me despedí de mis amigos y, con una sonrisa que no cabía por el puente de la calle Barbadoes, volví corriendo a mi casa. Allí, los supervivientes desolados montabn guardia en torno a una señora letrina (con paredes de madera y diferencias de sexo). Todo había sido completamente inútil y, a buen seguro, la inmaculada letrina aguantará todos los seísmos por habidos y por haber, quedando como testigo a la pericia del superviviente. La verdad es que daban tanta pena que les aseguré que, en adelante, sólo usaría esa maravillosa letrina, que era mejor que nuestro cuarto de baño con agua. La broma les hizo mucha gracia (cierto que habían estado fumando porros toda la tarde) y, vuelto el superviviente a estado latente nos metimos en casa y apuramos mis últimas cocacolas.

Despues he escrito esta crónica y me he ido a dormir
































La Maravillosa letrina que nunca será usada( y es una pena porque, la verdad es que se lo han currado.








miércoles, 23 de febrero de 2011

TERREMOTO EN CHRISTCHURCH

Esperaba haber empezado este blog hace ya mucho tiempo y ya tenía escritos los primeros artículos referidos a las tres primeras semanas. Pese a ello, lo he ido retrasando hasta el día de hoy, he estado bastante ocupado haciendo cosas y estudiando inglés y oposiciones.

En todo caso, creo que hoy puedo empezar el blog por la mitad, por lo que ha sido o parece ser el punto de inflexión de este viaje, es decir, el Terremoto del día 22 de Febrero. Para quien no lo sepa, a mediados de setiembre del año pasado, 2010, hubo un terremoto fortísimo de 7,1 en la Escala de Richter que dañó prácticamente todos los edificios de la ciudad de Christchurch. Desde ese momento, con regularidad semanal, una o dos réplicas recordaban que esta ciudad se asienta sobre una falla bastante activa e importante que forma parte del anillo de fuego del Pacífico. Durante el mes de enero y principios de febrero tuvimos una serie de terremotos, el mayor de los cuales apenas llegó a 5 grados, por lo que más que terremotos, todo el mundo daba por sentado que se trataba de réplicas del gran terremoto de setiembre y que la capa tectónica se estaba asentando progresivamente.

Por eso, cuando por las 8 de la mañana del martes 22 la habitación se puso a temblar no le di mayor importancia. Me levanté, desayuné, fui a clase y, a la salida, a eso de las 11:45, volví a casa a preparar la bolsa para el gimnasio. En el salón me encontré a algunos de mis compañeros de casa/ flatemates, y nos pusimos a ver la tele y a charlar. Al poco rato la casa empezó a temblar primero, a moverse después y, finalmente, prácticamente a doblarse de un lado a otro. Salimos corriendo, tambaleándonos, al jardín, un espacio abierto con césped y árboles, pese a lo cual, era imposible mantenerse en pie. Se trata de algo difícil de explicar, es como si el suelo entero diese botes y se meciera rápidamente con un estruendo ensordecedor que emerge, precisamente, de debajo de la tierra. Pese a todo, y sabiéndose uno a salvo, la sensación es hasta divertida.

Cuando la tierra dejó de temblar, y tras unos segundos para levantarnos, reírnos y recomponernos, salimos corriendo a la calle, a ver que había pasado en la ciudad. Mi casa está en la Calle Barbadoes 294, exactamente a 700 metros de la catedral de Christchurch, que es el centro neurálgico de la ciudad. En todo caso, nada más alcanzar la acera de la calle me di cuenta de que quizás l terremoto había sido algo más grave de los que parecía. La casa contigua a la nuestra había perdido una pared entera (parte de la cual, por cierto, ha roto la ventana de mi habitación). En general, todas las casas de ladrillo o piedra, estaban cómo mínimo con grietas, cuando no parcialmente derrumbadas. La Peor parte se la había llevado la casa de la esquina, completamente derruida sobre una fila de coches aparcados.

Viendo que la cosa se ponía seria, me puse a correr hacia la catedral. Al avanzar por la calle Worcester, llegué a un parque bastante grande donde se habían dado cita todos los trabajadores de las oficinas de la zona y los estudiantes de las diversas academias de idiomas que, como la mía, están o estaban en el centro de la ciudad. Cuanto más avanzaba por la calle Worcester perores eran los daños. Edificios total o a punto de colapsarse, iglesias cayéndose e, incluso, el único restaurante español de la ciudad (Pedro´s), con las mesas todavía puestas en lo que había sido el último piso del edificio.

Al llegar a pocos metros de la catedral, Worcester con Manchester, la neblina y el olor a gas eran tan intensos que no me atreví a seguir adelante, aunque creo haber echado de menos el campanario de la catedral que, según creía recordar, era perfectamente visible desde el punto en el que di la vuelta. Por otra parte era imposible avanzar contra corriente, ya que una auténtica multitud avanzaba en dirección opuesta tratando de alcanzar el parque de la calle Worcester.

Volví a casa corriendo para ver los desperfectos, que eran mínimos (la vajilla y la ventana de mi habitación, nada más). Al poco tiempo me llamaron mis amigos de la academia, que habían sido desalojados de la escuela de idiomas y estaban en el parque a apenas unos 100 metros de mi casa. Fui a reunirme con ellos, y quitando alguna que otra histeria (perfectamente comprensible, dado que lo que yo había vivido a ras de suelo, ellos lo habías sufrido en una planta 6) todo el mundo estaba perfectamente. Aquí me gustaría alabar la presencia de ánimo de los kiwis o, por lo menos, la de los naturales de Christchurch. A pesar de las constantes réplicas, la tranquilidad era prácticamente absoluta en el parque, ni gritos ni histerias ni atención médica de urgencia por ataques de ansiedad.

Pese a ello, y por la tensión que se respiraba en el lugar, invité a mis amigos a ir al jardín de mi casa a relajarnos y compartir la única cerveza que había sobrevivido al terremoto. Allí, y a pesar de las constantes réplicas, pudimos relajarnos un poco, contactar con aquellos que no habían ido a la academia o que, como yo, habían terminado pronto por la mañana. En ese punto serían más de las dos de la tarde y la ciudad entera parecía un hormiguero en alerta máxima. Por el cielo helicópteros policiales y de bomberos, las calles eran progresivamente cortadas por policías y, posteriormente, por el propio ejército, encima el aire estaba extraordinariamente pesado por el humo que salía de los distintos incendios que salpicaban la ciudad.

Pasamos unas cuantas horas en casa hasta que Silvan, el francés se incorporó y explicó que, aunque su casa seguía en pie, no tenían luz ni agua, por lo que nos invitó a una macrobarbacoa para consumir toda la carne del congelador y que no se estropeara. Desde mi casa hasta la suya hay 20 minutos largos de camino por lo que nos dio tiempo a ver los efectos de los destrozos más allá del centro de la ciudad. Todas las calles cercanas al río Avon, apenas un riachuelo de aguas completamente transparentes, estaban inundadas por lo que parecía cemento fresco y que no era sino arena fina del lecho fluvial que había emergido con el terremoto empantanando calles y casas y enterrando los coches. Además la propia acera estaba surcada de profundas grietas y era rara la casa que conservaba las cuatro paredes.

En casa del francés dimos cuenta de toda la carne poco antes de que la luz se reestableciera, casi por arte de magia, en toda la calle (imaginaos la cara de Silvan y sus compañeros de piso al ver que nos habíamos comido las provisiones de toda la semana a lo tonto). Despues de los postres, nos partimos a la gente que se había quedado sin casa (la mitad vinieron a la mía y la otra mitad se quedaron en la de Silvan).

Una vez en casa, respondí todos los mensajes que pude (muchas gracias de nuevo a todos) hablé con mis padres, mi tía y la oficina de asuntos exteriores de la Generalitat de Catalunya que quería información de primera mano sobre lo ocurrido y de paso preguntar si sabía de algún catalán que pudiera necesitar ayuda. La razón última de esta invasión de competencias interadministrativas se debe a que una amiga de la infancia trabaja en la oficina d àffers exteriors de la Generalitat y creyó conveniente (e hizo muy bien) darle mi número a su jefa.

Desde luego es de alabar el celo que pone la Generalitat en la protección de sus ciudadanos overseas. Ahora mismo, mientras escribo estas lineas me acaba de llamar de nuevo una secretaria de àffers exteriors, quien, en un perfecto castellano, me ha transmitido todo su apoyo, se a puesto a mi disposición y, como suele pasar, yo me he puesto a la suya. Las comparaciones son odiosas, y a pesar de que tengo una firme opinión acerca de la paradiplomacia que tratan de realizar las autonomías con fines más propagandísticos que prácticos, debo decir que el detalle de la Secretaria áffers exteriors, me ha llegado al alma. Contrasta en este sentido con el escueto mail que he recibido esta mañana de nuestra embajada, en la que se alegraban de que estuviese sano y salvo y ya está. No digo, que el cometido de nuestras delegaciones sea dar mimos a los turistas tontos que no tenemos nada mejor que hacer que ir a aprender inglés a una falla del pacífico, pero, joder, que a veces se agradece un poco de proximidad, aunque sea completamente inutil a efectos prácticos...

Volviendo al tema, una vez en casa, nos quedamos charlando y viendo la tele hasta las dos de la mañana, momento en el que todo el mundo se puso a dormir en el suelo del salón, menos yo que me fui a la cama, a escasos dos metros de los demás y con la puerta abierta. Durante la noche, hubo en torno a 5 réplicas, la más fuerte a eso de las 6 de la mañana.

Al día siguiente (o sea, hoy) las réplicas han seguido constantes, pero ya nos hemos acostumbrado a ellas. El centro de la ciudad ha quedado completamente aislado, convertido en un perímetro de seguridad. Las tiendas están cerradas, no hay cajeros, ni forma humana de comprar nada. No hay agua corriente y muchas casas siguen sin electricidad. Digamos, para resumir, que la situación no es demasiado buena. Por mi parte, voy a intentar trasladarme a Auckland este fin de semana y seguir con el curso de inglés y retomar la normalidad, un poco.

Un abrazo a todos y perdonad las faltas de ortografía y estilo… pero es que es tarde y tengo ganas de irme a dormir…